Por: Ricardo Israel.

Una visión de la historia que le ha generado daño a los chilenos es la de su supuesto “excepcionalismo”, es decir, que existían procesos históricos de América Latina que en Chile no se habían dado ni se darían. Dos sirven de ejemplo.

Para generaciones anteriores era la afirmación que en Chile no se daban intervenciones militares, lo que fue desmentido con Pinochet en 1973. Lo que había pasado era que se había confundido la frecuencia con la prescindencia, es decir, habían sido espaciadas en el tiempo ya que cada vez que se dieron institucionalmente habían modificado por largo tiempo la política y la economía del país, incluyendo nuevas constituciones.

Había pasado en 1830 cuando los conservadores triunfaron sobre los liberales en la batalla de Lircay para dar origen después a la constitución de 1833. Aunque no fue un golpe de estado pasó también en 1925 cuando un movimiento militar posibilitó la constitución de 1925 y por cierto también ocurrió con el golpe de 1973. Más aún, en 1891 una guerra civil enfrentó al presidente Balmaceda con apoyo del Ejército en contra del Congreso con apoyo de la Marina, siendo estos últimos los vencedores y ante lo cual Balmaceda se suicidó en la Embajada argentina.

Un segundo ejemplo aparece en nuestros días, ya que hasta octubre del año 2019 sobresalía la idea que en Chile predominaba la unidad nacional y la solidez de sus instituciones. Sin embargo, a partir de las protestas callejeras y la violencia resultante, la clase política se vio fuertemente cuestionada, y sobre todo el gobierno de Sebastián Piñera fue totalmente sobrepasado.

Como consecuencia se dio origen a un proceso para reformar la Constitución dictada en 1980 pero que a pesar de haber sido la más reformada en la historia y de contar con la firma del presidente socialista Lagos y sus ministros en reemplazo de la de Pinochet, nunca logró legitimarse del todo. El resultado ha sido una convención constitucional con constituyentes electos y con claro predominio de ideas contrarias al modelo liberal de desarrollo que había sido seguido por Chile desde el retorno a la democracia en 1990.

Este proceso demuestra que no existía tal “solidez” institucional como tampoco una “unidad nacional” hacia las instituciones.

Muchas diferencias existen entre ambos procesos, el anterior a 1973 y el posterior al 2019, pero el elemento común a ambos es la existencia de una baja valoración de la democracia en sus elites políticas como también en los medios de comunicación. En ambos casos, la polarización se impuso, agravado el 2019 por un gobierno de derecha que ofreció la salida de una nueva constitución como respuesta a su incapacidad para usar las herramientas legales como respuesta a la crisis. Piñera es por cierto el responsable político.

También en ambos casos hubo una baja capacidad para defender lo logrado en democracia. En 1973 hubo un golpe de estado, pero en los últimos años ha habido una muy débil defensa de los logros, ya que a partir del retorno a la democracia en 1990 Chile tuvo algunos de los mejores años de su historia en reducción de la pobreza y la desigualdad como también en crecimiento económico que lo llevó a los primeros lugares de la región en desarrollo social. La coalición de centro izquierda detrás de ese éxito no defendió su gran logro.

Existiendo elecciones generales para presidente y renovación del Congreso bicameral, estas nuevas autoridades van a convivir con los últimos meses de la convención constitucional, cuyo texto debe presentarse a un plebiscito el próximo año. Posterior al plebiscito que derrotó a Pinochet el año 1988, ambos sectores, el Si y el No estaban aún más divididos, pero fueron capaces de llegar a acuerdos en torno a la democracia y el mercado que le dieron a Chile 30 años de progreso. Sin embargo, no se nota disposición igual en la actual constituyente chilena.

No está claro si con sus divisiones, la actual convención tendrá lista su nueva constitución en el plazo de un año, y como se resolverá ese periodo de transición entre estas autoridades electas y una nueva estructura para el país. Tampoco si la ciudadanía aprobará los cambios propuestos.

Por ello, una vez más es bueno recordar la regla de oro de la democracia: el resultado de las urnas se respeta si es legítimo, pero al mismo tiempo los votantes deben hacerse responsable de sus decisiones.

Oportuno recordarlo cuando Chile se mintió a su mismo con la idea de su excepcionalidad, y quizás deba mirarse luego en el espejo de la región.

(*) Abogado (Universidad de Chile, Universidad de Barcelona); Ph.D. en Ciencia Política (Gobierno, Universidad de Essex); ex candidato presidencial (Chile, 2013)

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